martes, 20 de abril de 2010

Sex and the city



A Roselena Ramírez y Vicglamar Torres

Yo no entendía cómo mi amiga Roselena era capaz de invitarme a ver una película como Sex and the City. Ya le había dicho que nunca había seguido la serie, que no me gustaba Sara Jessica Parker y que estábamos nada más y nada menos que en Washington, una ciudad rodeada de cherry blossons, en donde lo que menos piensas es en desperdiciar tu tiempo yendo al cine. La tapa del frasco fue que tuviera los “riñones” de reconocer que ya la había visto.

Fue cuando entendí que debía haber algo más allá para que me hiciera tan inusual invitación, y a mi simple por qué, contestó como suele hacerlo ella: directo y sin anestesia. “Es que me recordó la amistad que tenemos Vicgla, tu y yo”.

Una semana después de la boda de la negra Vicgla con Antonio, su voz me hizo saltar del sofá-cama. “Blanca acompáñame al mercado”. Yo le dije: “Ve tu que estoy en pijama”. Ella insistió. Yo la miré y le dije en mal tono. “Me vas a hacer vestir para ir al mercado que queda a una cuadra”.La negra apretó los dientes y me lo repitió por tercera vez. Upss, algo estaba pasando, pensé. Ocho meses después nacería Samuel, mi ahijado y hermano de Gabriel.

Mis dos mejores amigas no viven en el mismo país que yo. Pero es imposible esconderles algo aunque no me vean. Vicgla es capaz de encontrarme si estoy de contrabando en un nigth club de Nueva York. “Blanca Vera ¿qué haces tu aquí?” Rose me da sorpresas en la vida con sólo abrir la puerta de su casa.

La primera vez que vi a Vicglamar fue justo al lado mío. Acababa de llegar de Praga de hacer una maestría y ni siquiera sabía su nombre. Para entonces yo era la reportera que cubría el extinto Congreso y aún no me acostumbraba a lo caótico que puede ser un periódico. Lo peor era que tenía que compartir mi teléfono con ella. Tan pronto se sentó, me miró y me dijo con esa voz suave, dulce y aniñada. “Hola, soy Vicglamar Torres”.

En ese momento la mente me voló como un cohete. No podía ser ella. En mi imaginario Vicglamar Torres era una cotizada y entrada en años periodista de El Universal, formada nada menos que por Sofía Imber y a quien leía desde aquellos tiempos universitarios en los que ni siquiera tenía idea de que los viernes en las redacciones se toma licor.

Roselena llegó a esa mágica redacción de El Globo poco después, como pasante; como llegamos todos pues. No como Vicglamar que aterrizó en una redacción ajena escribiendo como una diosa. Rose venía siempre a pie. La primera imagen que registro de ella es acercándose a mi en la entrada de la redacción de Maripérez, saludarme tímidamente vestida con un blue jean y un cuello tortuga crema, y pasar casi desapercibida a cumplir con su pauta del día. Para entonces yo ya había transitado algo en mi vida profesional en las páginas de economía y política. Ella llevaba encima dos carreras previas. Recuerdo que me llamó la atención por su cabello largo y sus ojos aceituna.

Hoy todavía me pregunto cómo Vicglamar se hizo mi amiga, luego del chasco ocurrido –gracias a mi imprudencia- en su segundo día de trabajo. Sonó el teléfono, ese mismo que hasta ahora había sido sólo mío pero que ya no lo era. Amablemente le dije a esa voz que salía por el auricular que ella no estaba. Fue cuando entonces me dio su nombre y quedé en shock: Era uno de esos con los que se tropieza la gente por la vida y cuyo prontuario era de mi conocimiento gracias a fuentes fiables de TERCERA mano.

“Te llamó fulano de tal. Mosca con ese tipo que es un galápago”, le dije apenas la vi, como si le estuviera dando el consejo de su vida. “¿Ahh si?”, me dijo ella con ese tono dulce que, con los años, he entendido que a veces puede ser histriónico. “¿Y de dónde lo conoces?”, me preguntó, y yo arranqué a hablarle mal del tipo. Una vez finalizado mi juicio con veredicto incluido y todo, ella me miró con sus profundos ojos negros y me contestó: “Uao, bueno, en realidad lo conozco porque es mi novio”.

No importó. Algo sucedió que pocas semanas después las tres nos sentábamos juntas en línea. Y el entonces jefe de la sección de política de El Globo gritaba. “A esa cuerdita me las separan ya”. Dócil no era ninguna. Tres huracanes temperamentales que –por supuesto- se negaron a separarse. Desde entonces las risas no pararon y había días en que el jefe –el mejor de todos- Heberto Castro Pimentel, tocaba con el puño el vidrio de su oficina para hacernos callar. Hacíamos caso. Seguíamos riendo pero bajito.

Mientras veía la película recordaba distintas etapas de la vida de las tres. Escuchaba que Rose sollozaba y la garganta se me iba trancando. Una pena de amor le había tumbado el cielo encima a la protagonista. En susurros Rose me dijo: “¿Ves como las amigas le dan la sopa a Carrie?, eso me conmueve”. Yo no pude responderle porque ya estaba llorando. No llorábamos por la película, sino por lo conmovedor que resultaba para las dos el hecho de que frente a nosotras se reflejara lo inseparables y solidarias que siempre hemos sido en momentos complicados.

En esos en los que el cuerpo se nos enfermó y nos cuidamos mutuamente; en aquellos en los que los enfermos fueron los corazones y nos encargamos de resucitarlos. En tragedias en las que los ríos nos arrastraron y los brazos nos mantuvieron a flote. Todos los laberintos emocionales y psicológicos los hemos atravesado juntas. Confidentes a toda prueba y sobre todo incapaces de juzgarnos. Callamos, escuchamos y entendemos. Ese ha sido siempre nuestro contrato sagrado.

Somos capaces de hacer las cosas más inverosímiles con tal de complacernos unas a otras. Como aquella vez que tuve que ponerme un vestido rosado para una de las bodas de la Vicgla con un lazo -también rosado- atrás. Ocasión para la que llegamos Rose, Seth (su ahora esposo) y yo desde DC a New Jersey 15 minutos antes, sin estar maquilladas ni arregladas, con el agravante de que éramos las madrinas.

Es que con Vicgla todo siempre ha sido apurado. Por una u otra razón siempre estamos tarde. Ni hablar de su primera boda, festejo que con ayuda de Rose se montó en dos semanas. Nos lleva dos hijos de delantera, sigue escribiendo como los dioses desde NY y no para de estudiar. Sus frases célebres como “burro enzapatado” y “a la gente se le ven los libros que ha leído cuando camina”, han pasado a ser parte del vocabulario de Rose y mío.

He de advertir que cuando reclamé por el vestido rosado me tuve que callar. Más de 10 años después me enteré que los “diseños” que usaron ellas en mi boda estaban mal hechos y se iban descociendo a medida que caminaban. Busqué las fotos que sobrevivieron a la fogata que armé en mi casa como ritual expiatorio, una vez que decidí divorciarme, y comprobé que era cierto. ¡Estaban casi desnudas! Pero más impresionada quedé con la cantidad de oro que esas locas se pusieron encima. Con razón los trajes no lucían!

Ser un verdadero amigo es un acto de voluntad. Es una elección, pero no es sencilla. Se debe aceptar y respetar al otro tal y como es. Representa todo un ejercicio de tolerancia. Es un acto de amor.

Rose, Vicgla y yo somos muy distintas. Juntas hacemos un tricolor de pieles. Una es llanera, la otra guaireña y yo de Caracas. El significado de lo que es la verdadera solidaridad lo he aprendido con ellas. Nos regalamos desde libros hasta polvos de maquillaje. Una le seca el pelo a la otra; mientras la tercera discute la semántica de un título con una pinza de cejas en la mano. Roselena es tecnológica. Para mí es imposible dominar uno de sus “devices” que siempre acaban con mi paciencia analógica. La negra es astuta, y tiene clara sus prioridades. Puede estar echándote un cuento y al mismo tiempo tener a Gilberto Santa Rosa esperando en la línea. Yo, todo lo rebusco y le saco el análisis económico. ¡Así somos!

Nuestros cónclaves, que en los últimos años suelen ser in the Big Apple, son conversaciones sinceras. Ellas son mi balance. Como buena librana lo que menos tengo es equilibrio. Ellas me centran. Saben cuáles han sido mis temores, mis dudas, mis equivocaciones. Celebran mis éxitos de una manera que me conmueve. Pero sobre todo son fieles y pacientes. Han sido capaces de guardar secretos por años para no herirme.

Ellas se dan cuenta antes que yo cuándo un hombre me cuadra y cuándo no. Saben incluso mejor que yo cuándo he estado realmente enamorada y cuándo ese amor ha sido sólo un disfraz. Conocen mis Hades y mis Olimpos. Yo suelo entregarles mi corazón para que lo ausculten y me digan que ven. Como lo hice hace pocas semanas, cuando el amor me rozó suavemente.

Si, tenemos y tendremos diferencias, pero la prudencia hace que nos preservemos. No hace falta decirnos nada; las miradas y los silencios son suficientes cuando alguna reprueba algo de la otra. La vida ha sido generosa con las tres y tenemos plena conciencia de ello; quizá por eso la risa nos brota fácil y nos burlamos despiadadamente del pasado. Vivimos al día, reconocemos lo momentáneo de la felicidad, y sobre todo nos hemos atrevido.

Hoy me levanté con una sensación de vacío. Sabía lo que era. Es por haberlas tenido cerca durante siete semanas y no acostumbrarme a sus ausencias. Como se que eso me sucede cada vez que las veo, me retraigo y pienso en lo felices que son.

Sólo pido disculpas porque siempre cierro la puerta de sus casas y me voy sin avisar. Es que no soporto abandonarlas.