Llegué a Buenos Aires un viernes en la noche.
Sola y sin tener muy claro que iba a ser de mi vida en los próximos cinco
meses. Llegué sin guión escrito, sin temores y con una sonrisa. Era la primera
vez que soltaba amarras y me entregaba a lo desconocido.
Desde hacía muchos años sabía que esa
ciudad en el fin del mundo me llamaba. Pocas veces me pregunté porqué y aquella
noche solo atiné a agradecer la presencia de Diego, el primer argentino que me
brindó su amabilidad y se quedó conmigo pasada la medianoche hasta que tomara
un taxi. Más tarde seríamos amigos.
No tenemos que ir tan lejos para encontrarnos
a nosotros mismos. Yo no estaba perdida sólo necesitaba escuchar mis silencios,
acallar el ruido a mi alrededor. No pedir sino agradecer. No esperar sino
vivir. Escuchar latir mi corazón. Me desvestí de responsabilidades y por un
tiempo me entregué a mi aventura de escucharme por dentro.
Esa aventura comenzó con Lucas, mi primer maestro
de Yoga. Su voz –como la de un buen maestro- me guiaba y me tranquilizaba. Él enseña
con el ejemplo, con absoluta paz en el alma. Sin saberlo, me inició en el
camino de acallar mis pensamientos. Yo, una periodista acostumbrada a escuchar
a su alrededor en estéreo, a doble banda, con ruidos y sonidos, con tonos y
voces divergentes. Él sabe que yo le agradezco con toda el alma.
Cuando se asume que uno no encaja dentro de
las tradiciones se camina en paz por la vida. Cuando se respeta y se honra la
vocación para la que naciste cumples con tu contrato sagrado. Cuando te atreves
a escuchar tu voz interior y tener fe en esa voz, vas a ciegas sabiendo que no
hay destino sino caminos.
Caminé y no pude dejar de hacerlo. Caminé
kilómetros por horas sin destino sólo meditando, disfrutando. Miré, observé,
conocí. Me reconcilié con esa actividad natural que en mi ciudad natal es
imposible de ejercer. Nunca dejé de caminar.
Débora me conectó con mi energía interior profunda.
Mi maestra de meditación, mi amiga y compañera del hoy. Me dijo cómo escuchar
el latido de mi corazón, cómo agradecerle por haberlo hecho desde que nací, cómo
agradecerle a mi madre y a mi padre por ese día que me concibieron, cómo decirle
a mi cuerpo gracias por haberme sostenido. Lloré sin razón particular, lloré
mucho y despedí las tensiones, las frustraciones, los viejos amores, los malos
tiempos y les di las gracias. Sin ellos no habría sido posible estar allí. Así
continué mi camino hacia el silencio.
Gastón, mi maestro de Iyengar, colocó su
pie en mi cadera y empujó hacia el suelo mientras yo estaba en la posición del
niño. Doblegó mi ego, me enseñó a dejarlo a un lado, a mantener la postura, a
resistir, a superar la adversidad con serenidad. Estricto y meditativo, le
brindó a esta venezolana la oportunidad de sanar los dolores del cuerpo. Esos
que por años se enquistaron porque no quise prestarles atención. Él puso mi
vida de cabeza y me enseñó que la FE es lo que nos mantiene, aun cuando estemos
guindados de un arné boca abajo a centímetros del piso.
No, no me afecta la soledad porque desde
muy pequeña he sido ermitaña. No soy de las que tiene problemas con ir al cine
o al teatro sola. Disfruto de mi compañía en una cena con la luz de una vela y
un buen libro. Ese disfrute de la soledad me brindó un gozo profundo. Hay
momentos en la vida en que simplemente estás y estás bien.
María – mi maestra de Kundalini- bella y
exigente. Con carácter mi obligó a sacar fuerzas cuando ya pensaba que no
tenía. A meditar en movimiento. A no desfallecer, a respirar con responsabilidad.
Aprendí con ella la importancia del ritual; a pedir con fuerza y esperanza, a
dar gracias por cada momento. A orar para pedir a Dios, a meditar para escuchar
a Dios. Ella no tiene ni idea de lo que logró en mí.
Aprendí que la felicidad no se busca sino
que se descubre. Que no está en un lugar ni otra persona sino dentro de uno.
Que de nada vale preocuparse por el futuro porque no existe; ni del pasado
porque tampoco existe.
Me fui sin despedirme -tengo esa mala
costumbre- he tardado en asentar las vivencias. Regresé con el corazón sin
óxido. Abierto de par en par. Soy ahora de sonrisa fácil y de serenidad. Mi
ímpetu renovado me lleva por la vida y voy sin mucha angustia. Las dificultades
están allí para aprender de ellas pero no para dejarse pisar por ellas.
Si, regresé a Venezuela porque no sólo es
el lugar que más amo sino porque mi energía está en este país. Porque la lucha
es diaria pero la felicidad también.
Mientras termino este texto se cuela por la
ventana de mi biblioteca el sonido de un tango. Me detengo, escucho y escribo: La casualidad no existe.
Y sí, me fui al fin del mundo para escuchar
el interior de mi corazón.
Corolario
Horacio, por tu incondicionalidad.
Nené, por tu cariño.
Claudia, por cada “buenos días”.
Martin por estar en el bbpin para todo. Me
cuidaste.
Carlos, por tu profundo cariño a mi padre
Alicia, por esa velada maravillosa.
Christian, por tanta charla, por el buen
cine.
Andrea, no hay otra como tu.
Pancho, gracias por ser mi amigo del alma.
Mauricio, te debo todo.
Valle Tierra, por ser mi templo.
Buenos Aires, por ser tan bella.
hola
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