lunes, 21 de junio de 2010

El vagón equivocado

To DC


Una llamada telefónica me detuvo, cerré la puerta del cuarto y decidí atender. Sentada sobre la cama conversaba con mi padre y me subía las medias de invierno que me protegían del corto vestido negro que desde la mañana había decidido llevar. Mientras conversaba con él, veía a través de la ventana cómo el atardecer primaveral iba muriendo. Me di cuenta que una de mis botas no estaba del todo limpia. Me acerqué al baño, tomé una toalla pequeña y comencé a quitar el lodo seco. Al mismo tiempo, le iba comentando que una vez más la causalidad me trataba con injusticia, al ser la única spanish speaker del curso. Noté entonces que me estaba retrasando, y prometí llamar a mi padre de nuevo al día siguiente, para contarle con todo detalle mis discusiones teóricas sobre el periodismo económico con quienes consideraba mis exóticos colegas de Jordania, China, Egipto y Giorgia.


El taxi me dejó justo enfrente a un edificio que me impactó. Lo describí mentalmente como un estilo victoriano pero plagado de vidrios. Una combinación bizarra nada feliz. Sentía algo de sueño y cansancio por el largo viaje, pero accedí a la invitación de mi viejo amigo por la sola curiosidad de saber si el tiempo lo había tratado tan bien como a mí. Lo reconozco, tengo el gravísimo defecto de aprovecharme de mis genes y de mis extremos cuidados físicos para confundir a la gente con mi edad. Lo peor es que cuando constato que me veo casi igual que hace 20 años, siento una extraña e íntima sensación de regocijo que algunas veces me avergüenza de mí mima. Una vez se lo confesé a una amiga cercana y me contestó: “No te preocupes, expiarás ese pecado cuando uno de estos días te des cuenta que todos los años te cayeron encima al mismo tiempo”.

Abrí de nuevo la puerta y caminé hacia el ascensor. Allí me detuve a esperarlo y me volteé para verme en un espejo que había en el corredor. Estaba perfecta, casi igual que en la mañana. Mientras me fijaba en los cuadros de colores y arabescos de la alfombra del hotel, pensaba en que esa noche no lo vería. Trataba de desviar mi atención sobre aquel episodio impactante del día anterior. Me miré de nuevo al espejo, esta vez directamente a los ojos y no pude evitar encontrarme conmigo misma diciéndome: “Basta de engaños, estás atrapada y no entiendes lo que estás sintiendo”.

Llevaba jeans, y un suéter que no me protegían lo suficiente. Mi amigo no respondía al intercomunicador. Mis manos se comenzaban a congelar. Llamé a su celular y tampoco tuve éxito. Estuve tentada a irme pero no pasaba carro alguno por el frente del edificio. En ese momento me dije a mi misma que había sido un error haber aceptado aquella invitación. Esperé unos dos minutos más y me prometí que sería la última vez que lo intentaría. “¡Bienvenida!”, me contestaron repentinamente.

La puerta del ascensor se abrió y caminé por un corto corredor hacia la salida. La noche se había enfriado. Apuré el paso y constaté que había limpiado bien mi bota. A media cuadra entré al Metro y tomé el pasamanos de la escalera mecánica. Disimulaba conmigo misma, y trataba de convencerme de que no me importaba no volverlo a ver. Respiré profundamente para liberarme de una pequeña angustia -que sin avisarme- me producía ese pensamiento y me concentré en las rayitas de los escalones metálicos que se movían sin mi esfuerzo.

La puerta comenzó a abrirse poco a poco. Ya conocía ese tipo de juegos de mi amigo. Esperé con una sonrisa en los labios para celebrar su travesura y cuando estuve lista para caerle a besos y abrazos, la imagen que se presentó ante mi me congeló.

Cerré los ojos por un instante y cuando los abrí mi realidad era otra. El pensamiento había desparecido y en su lugar mi intuición se había despertado. Sentí la mirada fija de alguien que caminaba a mi lado. Decidí ignorarla. La vorágine del metro me ayudó a tranquilizarme y a convencerme de que si aceleraba mis pasos, diluiría esa incómoda situación de saber que te auscultan sin tu permiso.

“Hola”, me dijo una voz varonil en un idioma que no era el mío Mi sonrisa desapareció, y entre aturdida y desconcertada me clavé en unos ojos claros que se quedaron también pegados a los míos marrones. Aquello fue descarado. Todo un descubrimiento que me hizo palpitar el corazón que parecía que no ya no era el mío. Un comportamiento mutuo carente de toda censura. Pedí disculpas; me había confundido de apartamento, pensé. “Entra que sí es aquí”, dijo la voz de mi amigo que brotaba desde el fondo celebrando mi llegada. “Él es Frank, todo un trotamundos que anda de visita por estos lares. De esos que te gustan a ti, por cierto”. Sonreí, pero su pequeña maldad se había consumado y asumí que el trotamundos -por ser lo que era- había entendido. Esa noche cuando me despedí supe que el congelador en el que había metido hacía mucho tiempo al corazón, se le había roto una pieza.

Divisé la máquina expendedora de tickets y me dirigí a ella. Mientras caminaba mi instinto animal prendió las alarmas y me di cuenta que el Voyeur se iba acercando cada vez más. Hice un gran esfuerzo para no voltear y mantenerme incólume, ante esa presencia a la que aún no había visto. Pero mi personalidad me jugó una mala pasada y en un acto de total rebeldía, y con el propósito de acabar con aquel irrespeto a mi espacio íntimo, decidí mirarle encendida de rabia. Allí estaba él con su sonrisa y sus ojos claros, disfrutando por haberme echo sentir incómoda; por haberme acechado y triunfado.


Me detuve en seco, lo miré por unos segundos fijamente y no pude resistirme a soltar una carcajada, a la que él respondió como ese cómplice que has estado esperando toda tu vida. Fue la llamada de mi padre la culpable.

Esa última vez que lo vi tomaba las escaleras paralelas a las mías con otro rumbo. No pudimos dejar de vernos hasta que la multitud nos ocultó. Cuando se cerraron las puertas del metro, noté que estaba temblando, que el estómago se me había llenado de mariposas, que tenía ganas de llorar y que el amor se me esfumaba en un vagón, al otro lado del andén, y en dirección opuesta.

1 comentario:

  1. hola amiga, una historia muy conmovedora, y por demás intima, tan intima que es capaz de evocar el recuerdo de una situación similar, más aún de recordarnos a esa persona a la cual uno quiso decirle algo y nunca se lo dijo... excelente historia me encanto, gracias por compartirla ;-)
    Elemir Celis.

    ResponderEliminar