miércoles, 13 de enero de 2010

Un pequeño periplo por la ciudad de mis ancestros

Al poeta Dionisio Aymará (Jorge Azaf), mi segundo papá

Era un apartamento pequeño en la Santa Mónica de mi niñez, donde pasaba noches enteras comiendo comida vegetariana a regañadientes y escuchando los acordes que mi tío tocaba en su guitarra. Eran conciertos enteros dedicados nada más para mí. Mis pies apenas llegaban al suelo cuando me sentaba en es ese sofá beige a escucharlo; mientras mi tía Mélida se empeñaba en el torno en darle formas a las cerámicas que creaba con sus propias manos.

Solía ver una postal puesta en un espejo de la sala escrita mitad en hebreo y mitad en árabe. La había enviado el para entonces joven poeta y escritor Alejandro Bruzual, hebreo de ascendencia, y uno de los mejores amigos de mi tío Jorge, quien también tenía ascendencia pero árabe.

Aquellas formas que me parecían más bien geométricas y que obviamente no entendía, me las explicaba Jorge Azaf, quien como buen agnóstico no creía en las diferencias religiosas, y si le tocaba ir a misa -por compromiso- se sentaba en el último banco y me llamaba a mí para que lo acompañara.

Cuando fui más grande me atreví a entrar en su gran biblioteca llena de libros y polvo. Allí conocí los nombres de poetas, escritores -buenos y malos, según el criterio de mi tío. Y cuando tuve quince años encontré -hurgando entre las repisas- una sorpresa: Era la primera edición de Cien años de Soledad de Gabriel García Márquez. Mi tío -como buen comunista desprendido- me lo regaló. Es el mayor tesoro que hoy en día tiene mi biblioteca, una de las hermosas herencias que me dejó mi segundo papá.

Aterrizando hace algunos días en el estado Táchira, sentí que el corazón se me oprimía. La cercanía con mis ancestros ya inexistentes en este mundo, tomó mi alma. Veía aquella vasta tierra a la que un sirio de Alepo llegaría a finales del siglo XIX huyendo de la guerra y la miseria. Era Jorge Trak, un hombre pequeñito con unos lentecitos redonditos que nunca aprendió a hablar bien el español, pero que enseño a toda su estirpe el arte del comercio. Su imagen la llevo grabada de un pequeño retrato que mi abuela Salma, su hija mayor, tenía colgado en su cuarto.

Su primo Rafael Azaf vendría a esas tierras años después y se esposaría con mi abuela Salma. Entre Cúcuta y San Cristóbal se asentarían los negocios de unos árabes a los que todos llamaban turcos.

Él abuelo Rafael me regaló dos brillantes cuando nací. No lo conocí, pero en las fotos puedo ver la hermosura de su rostro y la elegancia de su complexión.
Mi madre, quien al igual que yo lleva dos nombre: Blanca e Eugenia Asaf (con s) Trak lo sigue adorando.

Una pequeña carta amarillenta se topó conmigo hace algunos meses. Estaba escrita a mano en un perfecto español. Con una caligrafía envidiable para alguien cuyo alfabeto sigue siendo extraño para mi. Era una carta a mi madre, escrita en los últimos años de la vida del abuelo. Estaba cargada de angustia pero también hacía un llamado al amor de una hija que nunca se lo negó. Para entonces vivía en Cúcuta, Colombia, donde hoy descansas sus restos.

Mi tío Augusto Azaf me explicó que el abuelo hablaba cinco idiomas, era un hombre que amaba la cultura y los libros. Como todo inmigrante debió renunciar a sus pasiones y buscar la manera de sobrevivir.

La frustración no lo abandonó nunca y su alma no consiguió el camino que quizá buscaba pero sabía que contaba siempre con el amor incondicional de una de sus hijas. Los Azaf tenemos mucho de él y le doy gracias a la vida por haberlo traído a estas tierras desde Damasco.

Cuando estaba en San Cristóbal respiraba su olor, sabía que ya no es la misma ciudad donde nació mi madre y que no queda nadie de la familia cercana allí. Pero recordaba que mami me contaba que mi abuela Salma había sido la directora de la Casa de la Lectura. Aquella mujer alta, con rasgos árabes, elegante y amable atendía a los que luego serían los grandes intelectuales trachirenses de esta gran nación.

Cuando murió su madre caminó tras el féretro con un sobrero de malla cubriéndole el rostro y unos tacones negros muy altos, como si enfrentara la muerte de la hacedora de sus días con la dignidad que la otra le había enseñado.

Ella como buena hija de árabes prefería a los varones de la familia. Yo le tenía un poco de miedo pero reconozco que le debo ser tan coqueta, y sobre todo el amor por usar las uñas pintadas. Cuando me hablaba me sentía feliz porque me tomaba en cuenta y a los 10 años tuve la certeza de que me quería porque diseñó el vestido de mi primera comunión.

Debo confesar que uno de los complejos que más me acompañó cuando era pequeña era que me dijeran que no me parecía a mi mamá. Mi madre en tamaño pequeño, es hermosa. Me quedaba hipnotizada cuando la veía pintarse los labios al lado de la ventana de la casa donde nací.

Pero cuando cumplí 17 años todo cambio. ¡Dios existe, dije! el gen árabe se me disparó y aunque nunca he sido tan preciosa como mi mamá, no me puedo quejar.
En San Cristóbal hay una esquina que se llama la de los poetas. Pregunté por ella y aún lleva ese nombre coloquialmente. Es en honor a cuatro jóvenes que se reunían allí a declamar poemas y uno de ellos era Dionisio Aymará.

Ese mismo quien me regaló el libro más querido de mi infancia “Cuentos de Guane”, y al que solía preguntarle: ¡Quién es tu sobrina favorita? Y el respondía: “Usted”. Era a él a quien le obligaba a escribírmelo en las dedicatorias de la decena de libros que me regaló.

George, aunque se que no creías en el cielo, allá nos veremos algún día.

1 comentario:

  1. Hola Blanca, leo por casualidad lo que escribiste de mi querido y recordado amigo el gran Dionisio, tu tío, cuya obra merece mucho más de lo que hasta ahora ha sido dicho.
    Seguramente estabas muy pequeña entonces, y por eso no te diste cuenta de que esa postal, que le había enviado desde El Cairo, no estaba escrita ni en hebreo (tengo apenas un bisabuelo que fue judío, lo que me impide, lastimosamente, conocer esa lengua y esa cultura), ni en árabe (¡cómo me gustaría poder hacerlo!). Era una simple broma. Escribí en castellano de derecha a izquierda, diciéndole que había aprendido la lengua de sus ancestros, y contándole algo de mis viajes. Me da muchísima gracia que tú, siendo niña, hayas pensado eso, y lo hayas guardado en tu recuerdo de esta manera, pues al fin y al cabo, en el fondo, seguramente estaba escrita en la confluencia de todas las culturas e idiomas que tiene la amistad, cuando mucho menos religiosa, más sincera. Te mando un árabe-judío-cristiano y, sobre todo, ateo saludo en venezolano, que es el que mejor me sale. Alejandro

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